“Siempre lo supe”: el engañoso poder del sesgo retrospectivo

Finalizamos hoy nuestra serie dedicada a Pensar rápido, pensar despacio hablando de uno de los sesgos cognitivos más insidiosos: el sesgo retrospectivo, o como solemos decir coloquialmente, el “ya lo sabía”.

¿Cuántas veces has escuchado —o dicho— frases como “era obvio que iba a pasar”, “se veía venir” o “yo ya lo intuía”? Después de que algo ocurre, nuestra mente tiene una habilidad casi mágica para convencernos de que lo habíamos previsto. No se trata de arrogancia (aunque a veces se parezca), sino de una ilusión cognitiva: una reconstrucción engañosamente coherente del pasado.

¿Cómo funciona el sesgo retrospectivo?

El sesgo retrospectivo consiste en sobreestimar nuestra capacidad de haber predicho un evento una vez que ya conocemos su desenlace. En otras palabras, una vez que algo ha ocurrido, nos parece que era más predecible de lo que realmente era.

Kahneman y Tversky lo demostraron en múltiples experimentos. En uno de ellos, los participantes debían estimar la probabilidad de distintos desenlaces históricos o políticos. Cuando algunos de ellos conocían el resultado real, tendían a asignarle una probabilidad mucho mayor que los que no lo sabían. El conocimiento del desenlace no sólo cambia lo que pensamos, sino lo que recordamos haber pensado.

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Estimaciones de Fermi: cómo razonar cuando no tienes datos (y evitar el disparate)

A continuación se expondrá en detalle un método que se propone en el libro Superforecasting: The Art and Science of Prediction para descomponer un problema en partes más estimables.

Uno de los retos más frecuentes en análisis es enfrentarse a preguntas sin datos directos. En lugar de improvisar o bloquearse, hay una técnica sorprendentemente útil para avanzar con lógica: la estimación de Fermi.

Esta técnica, popularizada por el físico Enrico Fermi, se basa en dividir un problema complejo en partes más pequeñas y estimar cada una de ellas con números razonables. Pero más allá del cálculo, lo importante es el proceso: establecer límites exteriores (el resultado más amplio razonable) e interiores (el resultado más ajustado posible) del problema, y ser consciente del número que usamos como punto de partida, ya que este actuará como ancla para el resto de nuestras suposiciones.

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Bayes: de los milagros a los algoritmos

El mundo en que nació Thomas Bayes era un lugar mucho más borroso de lo que creemos. Corría el siglo XVIII, soplaban vientos de Ilustración y la mayoría de las mentes brillantes de la época creían que la verdad absoluta estaba al alcance del hombre moderno. Mediante la razón, grandes pensadores se afanaban en elaborar leyes y ecuaciones deterministas que pretendían revelar el funcionamiento del universo, como si fuera un reloj suizo. La incertidumbre, esa plaga moderna, apenas comenzaba a abrirse paso.

Bayes, un clérigo presbiteriano de mirada invisible, nunca fue un gran protagonista. No tuvo el carisma de Newton ni la osadía de Laplace. Vivía en la sombra, en bibliotecas polvorientas, escribiendo silenciosamente sobre teología, moral y con una especial fascinación por las matemáticas.

Fue en ese clima donde, hacia 1750, concibió una idea que cambiaría el mundo. Una idea que, como muchas de las grandes revoluciones, fue ignorada durante décadas: que no había que esperar infinitas repeticiones de un evento para saber qué tan probable era, que podíamos estimar la incertidumbre con la información que ya teníamos. Que podíamos, en suma, inferir hacia adelante.

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