El yo que vive y el yo que recuerda: ¿quién toma realmente las decisiones?

Continuamos con nuestra serie de posts en la qual exploramos las ideas clave del libro “Pensar rápido, pensar despacio” de Daniel Kahneman. Hoy hablaremos de uno de los descubrimientos más fascinantes de la psicología conductual: la existencia de dos versiones de nosotros mismos. Una que vive los momentos, y otra que los recuerda.


O, como lo plantea Kahneman, el yo que experimenta y el yo que recuerda. Dos yos que comparten cuerpo, pero no siempre cuentan la misma historia.

Dos yos, una sola vida

Imagina que vas de vacaciones. Durante una semana disfrutas de la playa, de la comida y del descanso. Pero el último día, justo antes de volver a casa, pierdes el móvil y discutes con tu pareja. Cuando te pregunten cómo fueron las vacaciones, ¿qué dirás?

Probablemente no hablarás de los siete días agradables, sino de “lo mal que acabaron”. No lo dirá tu yo que vivió la experiencia, sino tu yo que recuerda. Ese yo, nos explica Kahneman, no es el mismo que vivió el viaje.

  • El yo que experimenta vive en el presente. Siente placer, dolor, aburrimiento o entusiasmo segundo a segundo. Pero desaparece con el paso del tiempo: lo que vivió no queda grabado tal cual.
  • El yo que recuerda, en cambio, es el narrador de nuestra historia. Es quien selecciona, edita y archiva los momentos que formarán “nuestra vida”. Es el que escribe el relato que luego llamamos “mis vacaciones”, “mi relación” o “mi trabajo”.

El problema es que este narrador no es fiel a los hechos. Tiene sus propias reglas.

La trampa de la memoria: el experimento del dolor

Kahneman lo descubrió en un experimento tan elegante como incómodo: una colonoscopia: durante el procedimiento, se pedía a los pacientes que valoraran el dolor que sentían en cada momento. Después, una vez terminado, se les preguntaba cómo de dolorosa había sido la experiencia en conjunto.

La paradoja fue clara: algunos pacientes que habían sentido más dolor total la recordaban como menos desagradable, siempre que el final hubiese sido más llevadero. Por tanto, el sufrimiento real (el del yo que experimenta) no coincidía con el recuerdo posterior (el del yo que recuerda).

De ahí surgió la famosa regla del pico y el final:

No recordamos la duración ni la intensidad total de una experiencia, sino solo su momento más intenso y cómo terminó.

Esto explica por qué a veces repetimos cosas que en realidad no disfrutamos tanto —una película larga pero con final redondo, un viaje agotador pero con una cena estupenda al final—, o por qué evitamos experiencias que fueron mayoritariamente positivas pero terminaron mal.

Nuestro yo que recuerda reescribe la historia y, lo peor, toma las decisiones futuras.

Cuando manda el recuerdo (y no la experiencia)

Pensemos en algo cotidiano: elegir un restaurante. Quizá una vez cenaste en un lugar donde el servicio fue lento, pero el postre fue excelente. Tu yo que experimenta lo pasó regular durante la espera, pero tu yo que recuerda se quedó con la sensación de “aquel sitio era bueno”. ¿A quién escucharás la próxima vez que tengas que decidir dónde ir a cenar?

Esa misma lógica se repite en casi todas las áreas de la vida. Elegimos trabajos, relaciones o planes guiados por el relato que recordamos, no por cómo nos sentimos realmente mientras los vivíamos. Todo ello nos lleva a confundir lo que nos hizo felices con lo que recordamos como felicidad.

Kahneman lo resume de forma precisa:

“El yo que experimenta vive, pero el yo que recuerda decide.”

Lo que esto tiene que ver con aprender a predecir

En The Bayesian Fox hablamos de predicción, pero al final, toda predicción es una historia sobre el futuro basada en cómo interpretamos el pasado. Y si nuestros recuerdos están distorsionados, nuestras predicciones también lo estarán.

Cuando pensamos que “nuestras últimas estimaciones salieron bastante bien”, en realidad solemos basarnos en una memoria selectiva: recordamos los aciertos vívidos y olvidamos los errores incómodos. Nuestro yo que recuerda construye un pasado más coherente de lo que fue, y eso nos impide calibrar bien nuestras probabilidades futuras.

Por eso, aprender a predecir no empieza con leer más datos, sino con aprender a registrar nuestras experiencias sin adornos. Hacer post-mortems de nuestras predicciones, anotar los resultados reales, y aceptar cuando nuestra intuición nos engañó, es una forma de reconciliar esos dos yos: el que vivió la incertidumbre y el que quiere aprender de ella.

Solo así dejamos de ser prisioneros del recuerdo y empezamos a entrenar la mente del observador, del analista… del zorro bayesiano.

En resumen

Si el yo que experimenta vive el presente y el yo que recuerda escribe la historia, ¿quién está tomando las decisiones que guían tu vida y tus predicciones?

Quizá el primer paso para pensar mejor sobre el futuro sea aprender a recordar el pasado con más escepticismo.

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